UNA LECTURA DEL FALLO DE LA CORTE DE LA HAYA
No nos digamos mentiras: pasados 15 días de la sentencia de La Haya los hechos demuestran que Colombia no tiene la educación, la cohesión interna ni el músculo suficientes como para darse el lujo de desacatar un fallo de la Corte Internacional de Justicia. Además, nuestra atención se dobla como el espigado tallo de una guadua al paso de la menor brisa (llámese Madonna, Voz Colombia o simplemente Diciembre). En Colombia todavía pensamos que tenemos un país ilimitado: que si tumbamos un árbol, secamos una quebrada o agotamos una mina, siempre habrá más selva, más agua y más yacimientos para explotar; que si perdemos un pedazo de territorio, nos queda el resto para vivir. No nos damos cuenta que país hay uno solo, que es un bien escaso, muy querido por nosotros, pero apetecido por otros. En el contexto, lo máximo que podemos lograr son victorias morales, y a ellas habría que apostarle. Finalmente, avergonzar al contrario (en este caso a las Naciones Unidas, de quien depende la Corte de La Haya) también vale. La clave está en la actitud. Acatamiento al orden jurídico internacional, pero apego incondicional a la integridad del territorio y voluntad irreductible de recuperar el Mar de San Andrés para el pueblo raizal sanandresano y en general para Colombia. La justicia está de nuestro lado y la historia también. No hemos ofendido a nadie y no podemos pasar por otro despojo como el de Panamá. Nunca hemos cometido una injusticia con Nicaragua. Las fronteras que tenemos con ellos venían de atrás, de los tiempos coloniales. Con la Independencia los nuevos Estados Nacionales de América Latina definieron las fronteras con base en el principio del Uti possidetis iure, es decir, conservando la situación de límites en el estado en que la dejaron los españoles. Si ese principio se desconoce, como ha hecho la Corte de La Haya, quiere decir que todas las fronteras de la región quedaron en el limbo. Para finales de la Colonia, Centroamérica (salvo Panamá) conformaba la Capitanía General de Guatemala, que era un territorio orientado en su integridad hacia el Océano Pacífico (Ciudad de Guatemala, San Salvador, Managua y San José, todas son capitales que dan al Pacífico). La Costa Atlántica de Nicaragua, llamada de los Mosquitos, era una región selvática aislada de la capital Managua, similar a la Amazonía respecto de Santafé, Quito, Lima o Caracas. Con el fin de mejorar la gobernabilidad en el Mar Caribe, en 1803 el rey de España decide separar de la Capitanía de Guatemala la Costa de los Mosquitos y el Archipiélago de San Andrés, poniéndolos bajo la jurisdicción del Virreinato de la Nueva Granada. En 1810 se declaran independientes la Nueva Granada y otros pueblos del continente, y al final de la guerra surge en el norte de Suramérica la Gran Colombia: unión de Venezuela, Nueva Granada y Quito, que se formaliza en la Constitución de Cúcuta de 1821. Salvo un conato de rebelión en San Salvador en 1811, Centroamérica siguió fiel a la Corona española hasta 1821, cuando se produce la Independencia de Guatemala. Al año siguiente, los habitantes de las Islas de San Andrés realizan un plebiscito por el cual deciden acogerse a la Constitución de Cúcuta, reafirmando que el Archipiélago, con el mar que lo circunda, hace parte de Colombia. Durante la guerra, el archipiélago es controlado por corsarios sujetos a la Marina de la Gran Colombia. Un siglo más tarde se regularizan las relaciones con España y con los Estados vecinos. Con Nicaragua la situación se define mediante el Tratado Esguerra-Bárcenas de 1928, por el cual Colombia reconoce la soberanía nicaragüense sobre la Costa de los Mosquitos y Nicaragua hace lo propio con Colombia respecto del Archipiélago de San Andrés y Providencia. En 1930 Nicaragua especifica los límites en el Meridiano 82, al occidente del Archipiélago. De esta manera se configura una situación jurídica internacional (statu quo), donde son claros los derechos de Colombia, la cual se mantiene estable por ochenta y cuatro años, tiempo en que Colombia ha ejercido soberanía sobre el Archipiélago de San Andrés, con la aquiescencia de la comunidad internacional. La Corte de La Haya conoció toda esta historia, pero en general consideró que los argumentos colombianos no eran relevantes (pertinentes) y que el comportamiento histórico de las partes no revestía carácter excepcional como para ser tenido en cuenta. El fallo inclusive reconoce la validez del tratado Esguerra-Bárcenas (desestimando la alegación de Nicaragua de que era inválido porque en 1928 el país estaba bajo presión de Estados Unidos), pero hace todo el énfasis en que en él no se fijaron límites marítimos y, por tanto, “la demanda de Nicaragua fue presentada en el marco de una instancia relativa a una frontera marítima que jamás había sido trazada con anterioridad” (§250) [párrafo 250 de la sentencia]. La actitud formalista de los magistrados hizo que para fijar dichos límites la Corte no partiera del texto y el contexto del tratado (basado en el uti possidetis) ni del statu quo de 80 años generado por dicho tratado, sino que arrancara de cero, de que nunca hubo límites marítimos entre Nicaragua y Colombia, dándose la atribución de fijarlos con plena libertad. Y como en su tabula rasa la Corte solo veía unas islas insignificantes, más cercanas a la costa de Nicaragua que a las de Colombia, y con una proporción de 8 a 1 de línea costera, dicha situación le pareció objetivamente inequitativa; así, sin más, sin ninguna modulación; por lo que, como si estuviera al principio de la creación, procede a aplicar una elemental regla de tres y repartir el mar y los cayos en disputa entre las partes, con el criterio principal de ajustar la porción de cada país a la dimensión de la masa terrestre pertinente, aunque cuidando de no producir la “amputación” del espacio territorial de ninguno de los dos Estados (§244) (*). De esta manera Nicaragua, por tener una amplia masa terrestre continental frente al Caribe, tenía derecho a que su soberanía se extendiera 200 millas mar adentro; a diferencia de Colombia, que solo poseía en la zona una frontera porosa compuesta por ocho pequeñas islas y cayos, que ni siquiera calificaban como un archipiélago, siendo –para la Corte- solo pequeñas formaciones marítimas sin continuidad: “unas pocas islas pequeñas alejadas las unas de las otras. La Corte estima que estas islas no deben ser tratadas como lo sería una costa continental que se despliega de forma continua sobre más de 100 millas náuticas” (§215). Bajo esta óptica, los límites entre Nicaragua y Colombia debieran fijarse hasta esas 200 millas, quedando comprendidos a su interior las islas y los cayos colombianos “enclavados”, es decir, rodeados de mar nicaragüense por todos los lados. Es en este punto que la Corte introduce la precaución citada de no amputar el territorio de alguna de las partes, la cual se entiende cumplida en el fallo al extender las fronteras de Nicaragua 200 millas mar adentro, pero poniéndole la barrera de la cara oeste del conjunto discontinuo de islas y cayos poseído por Colombia (comprendido sólo entre el cayo Alburquerque y las islas de Providencia y Santa Catalina), que seguiría siendo colombiano, al igual que el espacio marítimo que va entre la cara oriental de este conjunto insular y Cartagena. A criterio de la Corte, haber “enclavado” cada una de las islas y cayos colombianos dentro del mar nicaragüense, sí habría ocasionado una situación de “ausencia de proporción”, con “consecuencias complejas sobre las actividades de vigilancia así como de la gestión organizada de los recursos marinos y de los océanos en general” (§230). Como resultado, la sentencia extendió la frontera nicaragüense 200 millas náuticas mar adentro de su costa, tanto por encima (norte) como por debajo (sur) de una parte del Archipiélago de San Andrés y Providencia, dejando enclavados en el espacio marítimo nica los cayos de Quitasueño y Serrana, para la Corte demasiado alejados de Providencia. Mapa del nuevo trazado de límites incluido en la sentencia Mapa de las nuevas fronteras entre Nicaragua y Colombia desde el 19 de noviembre de 2012. La línea azul demarca la frontera anterior. En otras palabras, la Corte consideró que, en estricto derecho, todo el Archipiélago de San Andrés y Providencia, como está ubicado dentro de las 200 millas náuticas del continente, debía adjudicarse a Nicaragua; pero que los colombianos debemos estar agradecidos de que cada una de las islas y los cayos del Archipiélago no haya quedado encerrado en globitos de 12 millas de mar territorial, como quedaron los cayos de Quitasueño y Serrana. El asunto es saber si la Corte podía tomarse en derecho las libertades que se tomó para generar una monstruosa distorsión de los principios que rigen la cuestión de límites en América Latina, el orden internacional y la solución pacífica de los conflictos, o si, simplemente, prevalida de su posición de tribunal de cierre, usó el caso para hacer prácticas experimentales de taxidermia oceánica. Por estos motivos, pese a que la sentencia se produjo y tiene un carácter inapelable, y por tanto es de obligatorio acatamiento, Colombia puede, además de acatar (sin ambages ni dilaciones) el fallo, mantenerse válidamente en la posición de rechazar su argumentación y en esa medida resistirse a aceptar la pérdida de soberanía sobre los 90.000 kilómetros de espacio marítimo que la Corte de La Haya -pese a todos los cuidados de los magistrados por evitarlo- le amputó. En otras palabras, aplicar la fórmula “acato pero no comparto”. Los que lo tienen claro son los isleños raizales de San Andrés, quienes desde antes de la sentencia se pronunciaron contra las declaraciones de la ministra colombiana de Relaciones Exteriores en el sentido de aceptar por anticipado la pérdida de una pequeña porción de territorio: “Lo que para los continentales es pequeño –dice la gobernadora-, para nosotros es el 90% de nuestro territorio ancestral”. La sentencia, en su desproporción, hizo que también los continentales, con gran sorpresa y dolor, entendiéramos lo que es una amputación. Itagüí, 7 de diciembre de 2012. ____________ (*) Es de observar que en las 100 páginas de que consta la sentencia del 19 de noviembre de 2012 no se mencionan ni una sola vez las palabras “raizal”, “étnico” o “pueblo”, lo cual indica que el Estado colombiano nunca planteó ante la CIJ el argumento de que el Mar de San Andrés era el hábitat del grupo étnico o pueblo raizal, el cual sí es alegado, después del fallo, como el principal sustento para pedir la revisión del mismo; dándole la razón al movimiento raizal de que nunca fue tenido en cuenta durante el litigio: “Al respecto, Kent Francis James, exintendente de San Andrés, precisó al programa UN Análisis de UN Radio: ‘La población isleña se resiente por el manejo y el trato recibido de su propio país, ya que no son integrados en la creación de estrategias concernientes a hechos que son vitales para la conservación de las áreas marinas’.
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