LLERAS CAMARGO Y EL 20 DE JULIO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Aquí se reproducen un texto de 1960 (“La emoción de la Patria”) y otro de 1939 (“El día de Colombia”).

 

A Alberto Lleras Camargo le correspondió, en saliendo de La Violencia y entrando al Frente Nacional, encabezar la conmemoración del Sesquicentenario de la Independencia en 1960. En ese entonces pronunció en la Academia Colombiana de Historia el discurso que se transcribe abajo. Pero vale la pena detenerse en un párrafo en que increpa a quienes ignoran o demeritan la Primera República, la motejan de Patria Boba y la descuentan del calendario de nuestra existencia política:

 

“¿Sería justo –dice Lleras- que quienes hemos turbado nuestra paz, sacrificado cientos de miles de colombianos, quemado sus riquezas, cometido delitos innumerables, sin objeto ni propósito, por un lapso más largo, nos volviéramos contra las sombras de los primeros mártires para recriminarles que perdieron el tiempo en ociosas disputas sobre la forma del poder y la organización de la nueva República, mientras España preparaba la revancha?”

 

 

LA EMOCION DE LA PATRIA

                                                                                                  Alberto Lleras, 1960*

Si el Gobierno Nacional no estuviera en mora de agradecer públicamente a la Academia Colombiana de Historia lo que ha hecho en su ilustre y laboriosa existencia por dar a la República, tan descuidada con su pasado, una conciencia de su grandeza y por dotarla de una memoria ordenada de su gloria pretérita, no hubiera aceptado hablar en esta sesión y en tan grande momento.

  Esta reunión se recordará por su propósito: reiterar nuestra juiciosa admiración a los fundadores de la nacionalidad. Se recordará, también, por las palabras de quien acaba de ejecutarlo, uno de nuestros más grandes varones, el Presidente Santos, quien,  todavía insatisfecho de su extraordinaria contribución como servidor público, lleva años enteros de honrar a la Patria con su intensa actividad como miembro de la Academia, protector de sus estudios y animador de sus trabajos, y en este último tiempo, como principal organizador y promotor de la celebración sesquicentenaria. Lo que debería decirse de los progenitores de la nación, ya lo dijo, con acierto, con amor y con celo de patriota. Así, pues, si no fuera por la investidura de agente y representante accidental del pueblo, mi presencia y mi voz sobrarían.

  Sé bien todo lo que ignoro de la historia de Colombia. Pero como ocurre a millones de compatriotas, me siento unido a ese prodigioso caudal de hombres y sucesos con intuitivo fervor, devoción intensa, fe sencilla y obnubilada. Algo presumo de la inconsistencia, fragilidad y malicia de los testimonios que nos llegan del pasado, con sólo mirar cómo deformamos o se deforman los de nuestro tiempo. Pero pienso que si un pueblo va corrigiendo con sus deliberados olvidos y perdones los defectos y yerros de sus próceres, y él mismo se encarga de borrar las contradicciones y de dar unidad legendaria a episodios dispersos, está haciendo también, a su manera, una tarea histórica que nos muestra su intención, su propósito, su proyección deliberada hacia el porvenir.

  No soy aquí sino uno del pueblo cuando ante la generación fundadora, mártir y libertadora no se me ocurre reparo alguno y aun le doy, contra toda probabilidad, una dimensión sobrehumana. Posiblemente el Cid no combatió, rígido y terrible sobre su caballo, después de morir. No se ha establecido si el cuerpo de Santiago reposa en el sepulcro de Compostela. La investigación puede destruir esas dos afirmaciones. ¿Qué haría con toda la historia auténtica que de ellas arranca? ¿Cómo explicar ese temblor de almas y tierras españolas cada vez que se invoca al Apóstol y al guerrero, y, más grave aún, cómo se arrojaría a los moros de la Península sin su fantasmal participación? No son los varones que hoy veneramos meras estantiguas. Quienes han seguido las huellas que dejaron en el fresco barro de la nación recién nacida sus pisadas tremendas, para descubrirles intenciones protervas o escandalosas mezquindades, no han hecho sino llegar a la antiquísima conclusión de que los héroes están hechos de la misma materia que los demás hombres. Y si así concibieron la República, si así la sustentaron, y, sobre todo, si la vistieron de púrpura con su sacrificio, no siendo otra cosa que hombres, sujetos a la ambición, a la codicia y al miedo, ¿cómo no pasmarnos de que hubieran superado esa envoltura de miseria?

  Confieso así brevemente mi actitud ante la historia, que no es muy ortodoxa. Por algunos aspectos es tan clásica y obsoleta como la que predominaba en los días de Plutarco. Abrigo muchas dudas sobre la posibilidad de convertirla en una ciencia exacta, pero ninguna sobre su capacidad emocional, estimulante y activista, como una fuerza decisiva en nuestra conducta, ya de personas, ya de pueblos. No creo, desde luego, que su misión sea la de crear nuevos mitos. Pero tengo viva desconfianza sobre la tarea que se le atribuye de destruirlos, porque jamás se ha ejecutado sin una intención evidente de sustitución por otros. Ese territorio del pasado de la humanidad no está, tampoco, libre de la amenaza totalitaria de conquista, como lo vimos cuando toda la sabiduría de las universidades alemanas emprendió la revisión de la historia del Occidente, para acomodarse a la próxima nazificación del planeta. Si se demostrara, en este pequeñísimo capítulo que es la existencia de nuestra sociedad, que desde la conquista hasta hoy no ha habido motivación diferente que la de la codicia ni suceso alguno que no haya parado en enriquecimiento sin causa, estaríamos preparados para el nuevo mito: alguien va a venir, incontaminado, puro, desprovisto de personal apetito, a salvar y representar un pueblo traicionado y despojado por sus epónimos, en cuatro siglos de forcejeo y negocios. Más fácil todavía anunciar que no va a venir alguien, sino algo. Si los hombres sólo han sido la herramienta de una fuerza ciega y matemática que viene preparando el nuevo sistema desde lo inmemorial, y sólo aparecen cuando se les llega su turno forzoso, el profeta, el soldado, el santo, el descubridor, el gobernante, el libertador, el inventor, el revolucionario, para precipitar, inconsciente de su poder generador, la marcha de la masa humana hacia un destino predeterminado, es mejor que sean insignificantes, vanos y rapaces. Porque entonces el curso de la historia correría mejor y más sobriamente hacia la anulación de la persona y el predominio de la necesidad colectiva. Así, también, y no solo ahora, se ha intentado levantar una prueba de que la historia es una vasta conspiración oligárquica desde las primeras inscripciones descifrables, y que en ella no aparecen sino los fastos de una clase, que se supone idéntica en el Renacimiento, en la Revolución Francesa, en la industrial y en nuestros días.

  Si no es posible que la historia sea el testimonio auténtico de toda la humanidad sobre ella misma -Goethe dijo que sólo todos los hombres viven lo humano-, si ella ha de ser forzosamente tribal o cuando mucho provinciana, prefiero la narración y los perfiles de los héroes que se trazaron al calor de la gratitud y en el instante emocional de exaltación y de crisis. El vengativo memorialista que acumula información para satisfacer pasiones que no se atreve a hacer estallar en su época, tiene, por desventura, clientela innumerable. Pero, aun dando crédito a sus suspicacias y enredos, ¿Qué más podría hacer sino demostrar que aun hechos los próceres de barro común, tuvieron el momento de grandeza a que la humanidad no alcanza sino excepcionalmente?

  Así, ante el uniforme del Libertador, encerrado en una vitrina, o su retrato pintado por un fidelismo primitivo, hay dos reacciones: una, de pérfida satisfacción por el testimonio irrecusable de que era diminuto, delgado, físicamente insignificante, y de que si mienten los historiadores, las medallas y los pintores oficiales, hay algo, mucho más, que se ocultó por adulación o interés de una clase cortesana. Otra, en cambio, de asombro porque esa mezquina envoltura material hubiera tenido tan tremenda fuerza vital e histórica para haber producido una majestuosa impresión en sus soldados, en quienes lo vieron entrar a una ciudad, agonizar de fiebre en Pativilca, hablar ante el congreso. ¿Qué es más cierto? ¿Lo que vieron las gentes deslumbradas por sentirse dentro de un ámbito histórico, es decir, excepcional, o la flaqueza y debilidad que se borra donde ese ánimo comienza?

  No tenemos  manera de volver al recinto circunstancial completo en que vivieron las gentes del 20 de julio, y nuestros juicios forzosamente están plagados de anacronismos por los nuevos conocimientos, intereses, pasiones y situaciones de nuestro tiempo. Todos los días se levanta alguien a revisar nuestra admiración  por la democracia de las ciudades griegas, señalando la existencia de la esclavitud. Apenas han pasado cien años desde que ella fue abolida en Colombia, y ya nadie puede decir con exactitud cómo encajaba como forma natural en una sociedad ruda y jerárquica, sin ningún complejo de culpabilidad por lo que hoy nos parece tan horrendo delito. Lo que es sorprendente es que Las Casas se levante contra la indiferente muralla social de su época a defender indios y curar leprosos. Ha aquí un precursor.

  Cuando miramos en los grabados coloniales lo que era el ambiente físico de Santa Fe, cuando leemos los relatos y las descripciones de la barbarie predominante, cuando tratamos de reconstruir cómo era el pueblo del Nuevo Reino y meternos dentro de esa circunstancia despojados de la nuestra, sólo admiración podemos abrigar por quienes concibieron y lograron al fin una República de leyes, instituciones, derechos, responsabilidades, capaz de producir en ciento cincuenta años la que estamos viviendo. No podían crearla, ciertamente, perfecta. No podían impedir que el abuso tradicional de los funcionarios españoles se prolongara entre los criollos, ni que fuera tomado el día de la autonomía como el de la sucesión de los privilegios. Pero su quehacer, su faena, su tarea la cumplieron hasta que la mayor parte de las cabezas que adoptaron la resolución cayeron casi en el mismo sitio en que se enloquecieron con la gloria de fundar una nación. Aquella aventura tenía que ser verosímil, imposible, imposible, temeraria. ¿No nos ha recordado uno de los académicos, Juan Lozano, en su prodigioso panegírico de Nariño, que el hidalgo andaba por las calles de Santa Fe con la traducción castellana de los Derechos del Hombre como Colón con la certidumbre de su Atlántida, sin encontrar quien pudiera compartir ese evangelio, que seguía, sin embargo, en un lenguaje desconocido? Once años después había una república desde los extremos límites orientales de la Capitanía de Venezuela hasta el Virreinato peruano. ¿Sería justo que quienes hemos turbado nuestra paz, sacrificado cientos de miles de colombianos, quemado sus riquezas, cometido delitos innumerables, sin objeto ni propósito, por un lapso más largo, nos volviéramos contra las sombras de los primeros mártires para recriminarles que perdieron el tiempo en ociosas disputas sobre la forma del poder y la organización de la nueva República, mientras España preparaba la revancha? ¿O sus temores de no encontrar un pueblo preparado para el brusquísimo salto, cuando Nariño conoció la ferocidad monarquista intacta, en la campaña del Sur? ¿O a Santander sus áridas reclamaciones contra los gastos de la campaña del Perú, cuando las contribuciones castrenses extenuaban a Colombia? ¿O los fusilamientos represivos y la guerra a muerte? La historia no ha de ser cómplice de crímenes, ni celestina de héroes. Pero debe ser cándida y no petulante. La candidez acerca más fácilmente que la teología a los milagros. El gran milagro de nuestra emancipación no puede disminuirse a nuestros ojos porque haya todavía irredención, injusticia o desventura. En nuestro tiempo habrá que hacer cosas grandes, ojalá heroicas, ojalá tan difíciles como fue el 20 de julio de 1810, para eso estamos constantemente congregados en una Patria que nació cruda, desamparada, temblorosa y atónita de las manos de esa oligarquía.

 

Nada tengo yo qué decir de los próceres  que no haya sido dicho espléndidamente en estos días, y de para atrás, en ciento cincuenta años. Me sumo con humildad al coro nacional cuya fuerte voz no se ha debilitado, y, al contrario,  crece con millones de colombianos más, agradecidos y reverentes. En su invisible e inconcluso testamento, ellos alcanzaron a escribir una palabra, pero era tal vez lo único que estaba en su mano legarnos: libertad. Lo demás, debieron pensar, les vendrá por añadidura, o habrían de obtenerlo, mientras la preserven. Todavía está muy pronto para juzgar el uso que le hemos dado a la herencia. Nos faltan muchas cosas, ciertamente. Pero ahí está brillando la infalible herramienta para obtenerlas. Yo quisiera solamente, en homenaje a los fundadores de Colombia, recordar a la generación presente de donde viene su libertad, cómo es ella su patrimonio, y cómo

no podría, por ninguna razón, enajenarla.

 

 

* Discurso del Señor Presidente  de la República,  doctor Alberto Lleras, con motivo de las festividades patrias del 20 de julio de 1960, pronunciado en sesión solemne de la Academia de Historia en el Sesquicentenario de la Independencia.

 

 

 “El día de Colombia” *

 

           “Si no fuera arbitrario fijar el nacimiento de un hecho social en determinado día, podríamos decir que la democracia colombiana tuvo su alumbramiento el 20 de julio de 1810. La democracia colombiana, el hondo y dramático sentido de la libertad, se inicia en los Comuneros y no se quiebra a pesar de la violencia represiva., a pesar de la sangre, a pesar de la derrota de ese primer movimiento de insubordinación criolla… Ese sentimiento torna a florecer en el grupo sedicioso que acompaña en sus empresas       al Precursor. Para el 20 de julio de 1810 la subterránea marea de la rebelión había crecido. Fue el 20 de julio un día en que hizo crisis el viejo malestar de la opresión, para dar paso a un principio de saludable libertad, que no ha hecho sino afianzarse, y crecer magníficamente en 129 años de ejercicio democrático”

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* Texto publicado en El Liberal del 20 de julio de 1939. Citado por Santiago Díaz Piedrahita, presidente de la Academia Colombiana de Historia, en el acto de conmemoración del Centenario de LLeras, el 4 de julio de 2006.

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