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LAS HERMANAS PÉREZ CALLE UN APORTE DE CARLINA PÉREZ A LA HISTORIA DE LAS MUJERES OBRERAS DE MEDELLIN AÑOS 40
Al igual que Miguel Ángel Osorio (Porfirio Barba Jacob), quien nació en Santa Rosa de Osos y se crió en Angostura, el joven Carlos Pérez salió de su natal vereda Hoyo Rico de Santa Rosa de Osos para establecerse en la vereda Cañaveral de Angostura, un municipio que queda abajo de Yarumal (cosas de los nombres de nuestros pueblos antioqueños, siendo que “Cisnes no hay en Cisneros ni osos en Santa Rosa, en Yarumal no hay yarumos ni osos en Santa Rosa, en Barbosa no hay barbudos ni pecadores en Peque”, como dice el dicho). Cuando el joven finquero y también carnicero de la vereda Cañaveral fue a buscar mujer para casarse, la encontró en María Calle, hija de Majín Calle y de Ramoncita Zapata, a quien halló viviendo en la casa cural, pues como eran una familia muy pobre Ramoncita había repartido sus hijas en varias casas, habiendo quedado María en la casa cural, donde la había recibido el padre Mariano Eusse, quien fue párroco de Angostura por cuarenta años y ahora es beato de la Iglesia Católica. El padre Marianito concertó el matrimonio de María con su pretendiente y un día celebró la boda con la jolgorio con que se acostumbra en los campos, sin sospechar que esa misma noche la muchacha regresaría a tocar angustiada la puerta de la casa cural, pues se había escapado de la finca de su reciente esposo porque ese hombre se quería acostar encima de ella. El padre Marianito, un hombre de castidad probada, tuvo que encargar a la señora que atendía la casa cural para que le explicara a María el asunto de los deberes de lecho que conllevaba el matrimonio, y así fue como Carlitos Pérez de Cañaveral y María Calle tuvieron trece hijos, de los que se criaron once (Misael, Manuel, Ricardo, Jorge, Alfredo, Horacio, Soledad, Pastora, Gabriela, Carlina y Luzmila). El padre Marianito murió en 1926, el año que nació Carlina, mi mamá. Los hijos varones de esta familia tuvieron todos finales trágicos; mientras las mujeres emigraron muy jóvenes para Medellín, donde actualmente viven cuatro de ellas, de las cuales Carlina cumplió los 90 años el 1° de noviembre de 2016 y la mayor celebró los 100 el 7 de enero siguiente. No por humildes estas mujeres dejan de hacer parte de la historia y de merecer un homenaje.
DOÑA CARLINA HIZO QUE CAMBIARAN LA JORNADA LABORAL EN LA FÁBRICA DE “CONFECCIONES PRIMAVERA”, MEJORANDO ASÍ LA VIDA DE LAS MUJERES TRABAJADORAS EN EL MEDELLÍN DE LOS AÑOS CUARENTA
Después de consumir el consabido algo parviao, la nieta estudiante se marchó. La tarde llegó a su fin, cediéndole el lugar a la noche, y con ella la costumbre que cogió doña Carlina, sobre todo después de la muerte de su esposo, de hacer ejercicios de gimnasia antes de acostarse y de leer hacia adentro, es decir, adentrarse en sus recuerdos. “¿Yo es que soy boba?”, pensó para sí. “Diciendo que mi mamá se dedicaba a la casa. No, ella era una gran mujer, porque ella era partera, ella recibió como mil niños en Cañaveral, San Alejandro y cualquier otra vereda de donde la llamaran, y a mí, que tenía ocho años, era a la que le tocaba cocinarle a los trabajadores cuando ella se iba a atender un parto”. Al otro día muy temprano, antes de que su nieta se fuera para la Universidad, doña Carlina la llamó por teléfono y le digo que corrigiera la encuesta, y en lugar de “Ama de casa” escribiera “Una gran partera de Angostura”. Pero es que también doña Carlina tenía su historia y había hecho una gran contribución a su comunidad, en este caso a Medellín, fuera de darle nueve hijos con don Nicanor, pues gracias a ella las mujeres obreras de la trepidante ciudad industrial de la década de 1940 pudieron protegerse de los avatares a los que se veían expuestas con una jornada laboral que empezaba a las seis de la mañana en todas las fábricas, en una época en que muchas de esas mujeres vivían en los barrios apenas en formación de los extramuros, a donde no llegaban carros y, por tanto, tenían que salir de sus casas antes incluso de las cinco de la mañana, teniendo que atravesar todavía de noche por caminos solitarios y embarrados hasta el primer paradero de buses o de camiones escalera que hubiera, donde tampoco la tenían fácil, porque a diario tenían que competir con los hombres para subirse al bus, cuyo cupo nunca era suficiente. Doña Carlina, en efecto, vivía en San Javier La Loma, al occidente de Medellín, y tenía que bajar todos los días hasta San Javier La Puerta a coger el bus que la llevara a su trabajo en “Confecciones Primavera”, una fábrica que quedaba por el sector de Colombia con Salamina (cerca donde en esa época quedaba el matadero municipal), a donde había ingresado por recomendación de don Gabriel Vélez Correa, uno de los antiguos gerentes de Fabricato. Ella entró a esta fábrica sin ninguna experiencia, y apenas contaba con cuatro años de primaria porque en su vereda natal no había más estudio (además, un día estudiaban los niños y otro día les tocaba a las niñas), pero sus escasos estudios los compensaba con inteligencia, retentiva, un desarrollado sentido práctico y una desbordada simpatía. Al recibirla, la jefe del taller le preguntó si sabía manejar la máquina pisadora de puños de camisa, ella le contestó: “Sí, señora”, sin titubear, aunque le temblaron las piernas cuando entró al salón y se vio enfrente de filas y filas de máquinas desconocidas que hacían un ruidoso taz-taz-taz. Cuando le asignaron su puesto, se dirigió de inmediato a la compañera de enseguida:
Al final del día la nueva trabajadora tenía sobre la mesa un arrume de puños de camisa terminados, del que la jefa del taller sólo le devolvió uno porque la costura se fue un poco desviada. Y así se fue abriendo paso doña Carlina en la fábrica, ganándose el aprecio de los patrones y de las compañeras, hasta el punto que éstas la llamaban “la dueña de la situación” (como los muchachos de hoy llaman “el dueño del sistema” a un reguetonero), porque con su mentalidad ahorradora las sacaba de apuros cuando necesitaban pequeños préstamos. Pero llegó el día que la dueña de la situación sufrió un accidente. Esa madrugada había bajado de La Loma a La Puerta a coger el bus de San Javier. En La Puerta se encontró con tres amigas y decidieron bajar a pie unas cuadras para coger el bus antes que llegara al paradero y así evitarse la pelea (y la sobadera) de los hombres. El grupo de muchachas bajaba por la acera cuando vieron acercarse el bus, y de un momento a otro el chofer perdió el control y se salió de la calle, atropellando a las tres jóvenes. Ninguna murió, pero todas quedaron heridas. Carlina pasó varios días en el hospital y muchas semanas más incapacitada en la casa, imposibilitada de caminar porque el carro le había pasado por encima de la pierna derecha y no la podía doblar. Se encomendó a todos los Santos pidiéndoles que no permitieran que fuera a quedar coja. Le aterraba la idea que hicieran con ella la chanza que allá en Angostura sus hermanos le hicieron a una señora que se enojaba mucho cuando le mencionaban la cojera. Un domingo aquellos casaron una apuesta con otros amigos de que le decían coja a la señora sin que ésta se enojara, y así fue que la esperaron en la calle real después de salir de misa, se le acercaron con dos flores en las manos y muy galantes le dijeron: “Entre el clavel y la rosa / Escoja usted mi señora”. La señora agradeció el gesto y siguió su camino moviendo alegre las caderas, mientras los zumbambicos hermanos de doña Carlina cobraban la apuesta. Un día pasó por el frente de la casa de San Javier un arriero que llevaba mulas para San Cristóbal, y al ver a la muchacha sentada en el corredor de la casa, triste y con la pierna estirada, dijo “Pobre la negrita, le van a dejar perder la pierna”. Ella le contó lo que le había pasado y él se ofreció a curarla. Y así fue, con sus conocimientos de tegua le encajó la rótula en su puesto y al cabo de varias semanas la enferma pudo caminar bien. Una vez recuperada, doña Carlina fue hasta Confecciones Primavera, pero no para volver a trabajar sino decidida a renunciar al puesto. En la portería pidió hablar con el administrador y la enviaron a las oficinas.
Al otro día, antes de empezar la jornada de la tarde, el administrador hizo reunir todas las trabajadoras en uno de los pasillos de la fábrica para decirles: “Señoritas: Nos han informado de las dificultades que varias de ustedes tienen para desplazarse en la mañana desde sus casas hasta el trabajo, por lo cual en reunión con el señor gerente la empresa ha tomado la decisión que a partir del día de mañana el horario de entrada será a las siete y media de la mañana y la salida a las cuatro y media de la tarde”. El anuncio llenó de tal júbilo a las mujeres obreras, que ahogó por primera vez el implacable taztaceo de la maquinaria.
Luis Javier Caicedo Pérez Artículo publicado en la revista Historias Contadas (Medellín, N° 107, mayo de 2016), que dirige Carlos E. López Castro.
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